POR ALFONSO QUIÑONES
El Faro a Colón fue inaugurado el 6 de octubre de 1992, hace 19 años, 9 meses y 9 días, para iluminar las noches de Santo Domingo. Hoy este absurdo de la arquitectura, con ínfulas faraónicas, es un armatoste de hormigón, que ni da luz ni la recibe, con una exposición de pobre museografía -casi escolar- y piezas de cada vez más dudoso valor, con la excepción de la urna de metal con los restos supuestos del Almirante y la espléndida tela de Elsa Núñez, "Envío de los doce apóstoles por el mundo entero"; entre otras pocas cosas.
Ayer en la mañana, este monumento a la desidia, era un laberinto perniciosamente oscuro, con decenas de turistas rusos, quejosos por supuesto, y algún que otro turista dominicano, que se perdían en los pasillos infinitos donde a duras penas podían vislumbrarse las siluetas de los objetos expuestos.
Gracias a Stephanie, la amable guía que fue ojos para los visitantes, y narró lo que los iris no acostumbrados a semejante oscuridad debían ver, la visita no fue un desastre total.
Los boletos cuestan RD$100 para los mayores, y hay que pedirlos a través de un confesionario, a alguien que se encuentra en una gruta oscura, detrás de un cristal cuyos huecos a través de los cuales puede intuirse -ya que no verse, debido a la oscuridad- están a la altura del rostro de un jugador de básket profesional.
Lo demás es un viaje a lo inhóspito, al ñuñuñú de los compromisos con los países que ayudaron a construir este adefesio.
Ni cruz en el cielo, ni exposición que valga la pena, aporta el Faro a Colón, cuando podría ser un aporte de divisas a las arcas estatales y a su autosostenimiento; solo que bien organizado.
Valdría la pena replantearse este lugar: un buen palacio de congresos, adjunto al monumento faraónico. Pero sobre todo valdría la pena que -cuando haya electricidad- se pueda admirar algo realmente interesante.
El Faro a Colón fue inaugurado el 6 de octubre de 1992, hace 19 años, 9 meses y 9 días, para iluminar las noches de Santo Domingo. Hoy este absurdo de la arquitectura, con ínfulas faraónicas, es un armatoste de hormigón, que ni da luz ni la recibe, con una exposición de pobre museografía -casi escolar- y piezas de cada vez más dudoso valor, con la excepción de la urna de metal con los restos supuestos del Almirante y la espléndida tela de Elsa Núñez, "Envío de los doce apóstoles por el mundo entero"; entre otras pocas cosas.
Ayer en la mañana, este monumento a la desidia, era un laberinto perniciosamente oscuro, con decenas de turistas rusos, quejosos por supuesto, y algún que otro turista dominicano, que se perdían en los pasillos infinitos donde a duras penas podían vislumbrarse las siluetas de los objetos expuestos.
Gracias a Stephanie, la amable guía que fue ojos para los visitantes, y narró lo que los iris no acostumbrados a semejante oscuridad debían ver, la visita no fue un desastre total.
Los boletos cuestan RD$100 para los mayores, y hay que pedirlos a través de un confesionario, a alguien que se encuentra en una gruta oscura, detrás de un cristal cuyos huecos a través de los cuales puede intuirse -ya que no verse, debido a la oscuridad- están a la altura del rostro de un jugador de básket profesional.
Lo demás es un viaje a lo inhóspito, al ñuñuñú de los compromisos con los países que ayudaron a construir este adefesio.
Ni cruz en el cielo, ni exposición que valga la pena, aporta el Faro a Colón, cuando podría ser un aporte de divisas a las arcas estatales y a su autosostenimiento; solo que bien organizado.
Valdría la pena replantearse este lugar: un buen palacio de congresos, adjunto al monumento faraónico. Pero sobre todo valdría la pena que -cuando haya electricidad- se pueda admirar algo realmente interesante.
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