De risas y lágrimas: El Cigala se confiesa

El cantor explica a EL PAÍS en París el vacío que le invade tras morir Amparo, su esposa 

Por FERNANDO NAVARRO

Diego el Cigala en Le Trianon de París.
Es domingo por la tarde y un tímido sol de otoño todavía invita a pasear por las calles de París. Vestido de fino traje negro y camisa blanca, Diego El Cigala dibuja con las manos una figura imposible en la penumbra del escenario. Al entonar Si te contara, su voz llega como un escalofrío hasta el último rincón del coliseo decimonónico de Le Trianon, en el corazón de Montmartre. Con su garganta de vestiduras rotas, el primer verso se clava en la retina como el rótulo final de una antigua película en blanco y negro: “Si te contara el sufrimiento, si tú supieras la pena tan grande que llevo yo dentro”. Las notas del bolero vuelan pero, a decir verdad, no se atisba ningún final sobre el escenario de este pequeño templo del music hall francés. El concierto acaba de empezar. El patio de butacas escucha el lamento en silencio.

Los primeros compases son la parte más difícil para el artista flamenco más internacional, que recibe a EL PAÍS durante su efímero periplo parisiense. Antes no lo eran, pero ahora, hoy, desde hace casi dos meses, sí lo son. “A la hora de subir al escenario creo que es el alma de Amparo la que me empuja”, explica Diego Ramón Jiménez Salazar, El Cigala (Madrid, 1968), viudo desde el 18 de agosto. “Ha sido el palo más fuerte que he sufrido en mi vida. Todavía siento su presencia. Es como si la tuviera en bastidores”, confiesa el cantaor durante una relajada conversación en una escondida terraza de mesitas y sillas de mimbre, ubicada en la Rue Jean du Bellay, a la espalda de la catedral de Notre Dame.

Como aquella noche ya mítica del pasado 19 de agosto en el Hollywood Bowl de Los Ángeles, en la que ofreció una actuación horas después de morir Amparo, El Cigala no dice ni una palabra sobre su esposa cuando se dirige al público. “Han pasado muchas cosas y deseo de todo corazón que sea una noche inolvidable… o inolvideibol”, señala alumbrando una sonrisa entre su poblada barba mientras la guitarra de Diego El Morao se lanza a hacer filigranas. Pero hay una verdad oculta, como esas lágrimas negras que se comen a las bendiciones, en el interior de Le Trianon, y en todos los conciertos desde entonces: cada actuación está dedicada a Amparo, su “compañera, confidente, amiga y esposa”. “No sabía si iba a tener fuerza para continuar porque en Los Ángeles lo hice como en shock. Pero he seguido porque sabía que, si no, Amparo iba a estar triste y enfadada. Luchó durante 25 años por mí y no quería que me parase por nada”, explica.

Amparo era también su road manager, la persona que velaba por el cantaor en todo momento. Estaba pendiente del más mínimo detalle, desde vestirle antes de cada actuación hasta hacerle ver que su futuro estaba fuera de una multinacional, al “libre albedrío”, sabiendo, como dice el músico tirando de refranero dominicano, que “si no se come a la una, se come a las tres”. “Sin ella no se hubiese forjado mi carrera igual”, afirma. Ahora, el hijo de Amparo, Julio —“como si fuera mío”—, ocupa el puesto de su madre en el clan artístico. También dobla puños de camisas, atiende al móvil para cualquier asunto y controla que nada le falte al cantaor. “No es fácil llevarme”, reconoce. “Pero Julio es la viva imagen de su madre. Es extraordinario”. Envuelto en un chal negro mientras bebe una infusión, El Cigala se refiere a este tiempo de viudedad como una especie de tiovivo sentimental, con recuerdos que le “suben” y le “bajan” porque, al fin y al cabo, hay un vacío que nadie más que Amparo puede llenar. “Era una madraza”, señala. Diego, de 18 años, y Rafael, de 10, son los dos hijos de ambos y viven con él en Santo Domingo. “Son mis pilares de la tierra”, confiesa. “Al pequeño le encanta cantar y el otro es un melómano y le gusta mucho Bob Marley, Jimi Hendrix, Charlie Parker, Dizzy Gillespie o Ray Charles. Pero no lo llevan bien porque echan mucho de menos a su madre. El pequeño la llama alguna noche y me dice que no va a poder abrazarla más”.

Bulle la noche de París por el Boulevard Montmartre y el cantaor tiene que atender a los fans que le reconocen. Es una constante durante sus paseos por Notre Dame o la Torre Eiffel, donde guarda uno de los mejores recuerdos de Amparo. “Nos subimos a la Torre Eiffeil por primera vez en pleno enero. Los 300 metros. Me dijo que no saliera fuera que me iba a coger un resfriado y terminé cogiendo una pulmonía”, dice entre risas. “En cualquier parte del mundo en la que voy, Amparo siempre está presente. Nos hemos reído tanto que hemos perdido más de un avión por estar bromeando y haciendo el ganso”, recuerda. Esa risa regia, que le hace agitar las manos adornadas de oro macizo con anillos y una cigala que se mandó hacer como pulsera, no ha desaparecido del todo. Al cantaor, nacido y criado en la madrileña plaza de Cascorro, le gusta bromear con su banda y sus amigos, y se burla de sí mismo tras su aparición en el programa El Hormiguero, donde incrustó en la psicología popular ese famoso “¡atrás!”. “En la Gran Vía bajan las ventanillas del coche y me lo gritan. En Nueva York me dijeron que lo dijera. Y hay políticos que me imitan en los pasillos del Congreso”, cuenta orgulloso con su personalidad arrolladora. “Me encanta lo políticamente incorrecto y el desparpajo del humor. Y juro que ese día con mi amigo Pablo Motos sólo comí un plato de jamón, queso y un poco de vino. Soy así cuando me gusta reírme”.

Cae la tarde sobre el Sena cuando El Cigala vuelve a rememorar lo que se reía con su mujer. “Si me ve mal, baja y me pega dos azotazos que me pone tieso”. Tal vez por eso no pierde la sonrisa y sigue cantando, como cuando en un abarrotado Le Trianon acomete sobre el taburete y acompañado de las teclas del piano Te extraño, la canción que, sin que nadie lo sepa, va en honor de su “compañera de fatigas, soledad y alegrías, la persona que más he amado y amaré en la vida”. Y, con sus manos inquietas apretando con fuerza el vacío en una tarde de París como otra cualquiera, termina diciendo: “La verdad es que no creo que el mundo deba saber si mi mujer ha muerto. El mundo lo que debe es sentir. Y para que sienta yo tengo las canciones”.
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Editor Gazcue es Arte

Master en Educación Superior mención Docencia, Licenciado en Comunicación Social, Técnico Superior en Bibliotecología y Diplomado en Ciencias Políticas, Columnista del periodico El Nuevo Diario

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