Carta a Pablo Ross

Pablo Ross
Por José Luis Taveras
joseluistaveras2003@yahoo.com


Sé que en este momento desfilan por tu mente ideas obsesivas. Las preguntas se apilan confusamente haciéndote tocar el umbral de la locura. No es fácil vivir tu trance. Es una amarga mezcla de culpa, miedo y resabio. Jamás imaginaste que terminarías donde estás; que las cosas se precipitarían tan inadvertidamente pero, ya ves, la vida parece empujada por designios inescrutables.

No me sumaré a los gritos que piden tu cabeza. No tengo el poder para juzgar más que a mis propios actos; es una potestad indelegable de la divinidad, de la que apenas soy un estanque de viejos pecados. Te debo el respeto de la inocencia, condición legítimamente presumida hasta que una sentencia definitiva la descarte, pero esa circunstancia no me invalida para derivar algunas reflexiones de tu drama. De manera que no esperes de mí sermones morales como los que se han desatado furibundamente en las redes sociales. Solo te escribo para abonar luz a tu perturbado ánimo, ese que disimulas frente a las cámaras, pero que te desgarra calladamente.

Pablo, tu caso le agrega otro número a una crónica siniestra de abusos. Cada hora son más las niñas y los niños dominicanos que se acuestan con los fantasmas del espanto. Estamos construyendo un futuro paranoico. Somos una sociedad esquizofrénica que arrastra en su frenesí a seres desabrigados, esos que una vez imaginaron vivir en un mundo de quimeras, brillos y afectos. Lo cruel es la propensión cada vez más firme a acostumbrarnos a tales aberraciones, en una sociedad donde seis de cada diez tienen menos de treinta y cinco años. Abusar de un niño es matar dos veces: quitarle a su existencia todo resorte de seguridad, estampar el tatuaje de la muerte en la piel más tierna de la vida, tapar la culpa inocente con los andrajos de los temores más sombríos.

Soy un padre tardío, de un único hijo; lo esperé por diez años. Cuando mi fe desfallecía resonó un inesperado grito de vida. Desde entonces he vaciado en él toda mi existencia. Te juro que lo amo más que a mi vida. Al leer los brutales agravios que en contra de niños y niñas salpican la prensa, sufro sacudidas perturbadoras. Esas crónicas negras me hacen bajar por segundos al piso de los instintos para entender la naturaleza torcida del abusador. Créeme que, de imaginarlo, me siento bestia, con deseos primitivos de invocar la muerte. ¿Cómo vivir con esa culpa? ¿Cómo apagar ese “papi, te amo”? ¿Cómo borrar esa sonrisa que bosqueja la vida en cada trazo? ¿Cómo no tocar sus manitas sin más fuerza que la pureza? ¡Dios! ¿Cómo no verlo como mi hijo?

Quizás entiendas que la reacción pública ha sido severa, pero creo que la indignación se abona de otras circunstancias. Eres un hombre público con un oficio delicado que supone juzgar conductas ajenas. Esa condición agrega cargas de alta responsabilidad social. En estos tiempos en los que la palabra se ha devaluado y la opinión se presta a precio de usura, el público busca otros compromisos: consistencia, autenticidad y transparencia. En esa dinámica relacional se hace difícil separar el acto del sujeto, a tal punto que la imagen del actor acredita o desmerita el acto de la comunicación. Quien comunica no solo debe hacerlo con veracidad en la palabra, también con integridad en la vida. Y no hablo de una comunicación moralmente dogmática, sino responsable, fundada en la coherencia como premisa. Cuando los hechos de la vida privada no son consistentes con las posiciones conocidas se desploma la confianza y el público se siente traicionado. Escuché decir de alguien: “Se me murió un pedazo de la vida” cuando leyó en la prensa las primeras noticias de tu caso. La condenación rabiosa en tu contra nace, en parte, de esa ruptura. Restablecerla tomará tiempo y depende de ti.

La gente común se siente tributaria de la admiración que profesa y asume a cambio el derecho de reclamar. Esa conexión es vital y trasciende lo convencionalmente comunicativo, por eso la figura famosa se tiene como un activo público, sujeto como tal al escrutinio más severo de sus actos. Hay que estar preparado para soportarlo.

Por el carácter confidencial de la instrucción no sé si has admitido los cargos pero, si es el caso, te recomiendo algunas decisiones: no te justifiques, acepta tu error y pide perdón a tu hijastra, a sus padres y a la sociedad. Al parecer los hechos denunciados sugieren un patrón de conducta disfuncional que debe ser tratado profesionalmente. Busca ayuda. No hay mejor manera de espantar los demonios de la culpa que humillando el orgullo. Te aconsejo que, sin renunciar a tu defensa, aceptes responsablemente las consecuencias de tus actos.

Debes manejar la soberbia, esa que proyectas y que probablemente te ha generado tantos desafectos ociosos. “Me disculpo con cualquiera que se sienta incómodo o irrespetado, esa nunca fue mi intención”, fue la primera declaración del actor Morgan Freeman cuando se conoció de sus abusos sexuales. José Mayer, actor brasileño, hizo lo propio. Por su parte, el actor Kevin Spacey no demoró en declarar: “Estoy más que horrorizado al escuchar esta historia. Pero si es que me comporté como él describe, le debo una sincera disculpa por lo que pudo ser un comportamiento inapropiado bajo los efectos del alcohol”, cuando su víctima, el también actor Anthony Rapp, denunció el abuso de Spacey cuando él era menor.

Es probable que muchos críticos, en el fondo de sus miserias, celebren tu apuro y muestren una falsa solidaridad con la tragedia de la niña, cuando lo que realmente desean es verte en las entrañas del infierno. No lo hagas por esos; hazlo por ti y por las tantas sensibilidades heridas. Si no eres culpable, demuéstralo y defiende con humildad tus derechos e inocencia pero no te victimices.

Sea cual fuere la suerte del proceso, dedica lo que te queda de vida a luchar en contra de lo que te llevó a prisión. Ese talento lo puedes poner al servicio de tus deudas sociales. ¿Cuántas campañas educativas sobre el abuso sexual puedes idear, montar y dirigir? Tu aporte testimonial será el mejor libreto. De las vicisitudes a veces nacen las oportunidades más impensadas. Esta puede una de esas.

Muchos de los que leerán esta carta odiarán el matiz de su línea expresiva. La juzgarán como condescendiente. Querrán usar mi opinión como cauce de sus rabias. Creo que al final más que maldecir se impone aceptar. Al margen de tu culpabilidad o no, esa niña merece un pedido público de perdón ya. Expusiste su intimidad, imagen y futuro. Su expediente, fotos y nombre rodaron morbosamente por las redes; creo que la sociedad merece igualmente una disculpa como referente que eres en la construcción de la opinión pública. La justicia hablará. Estaremos vigilantes. Ahora que tienes tiempo, soledad y silencio, piensa.
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Editor Gazcue es Arte

Master en Educación Superior mención Docencia, Licenciado en Comunicación Social, Técnico Superior en Bibliotecología y Diplomado en Ciencias Políticas, Columnista del periodico El Nuevo Diario

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