Había recibido informaciones precisas sobre la liturgia en las credenciales; el ingreso al salón donde me esperaría la reina; las reverencias; la entrega de los sobres donde reposaban la carta de mi presidente designándome como su representante ante la corte de Saint James y otra, retirando a mi antecesor; cómo dirigirme a la reina (madam y no su majestad) y estrecharle la mano enguantada; no iniciar la conversación ni preguntar y, una vez concluida la formalidad de la audiencia, introducir a mi esposa en ese entonces y luego al personal de la embajada dominicana que me acompañaba.
Todo aquello lo había repasado mentalmente una y otra vez, sin lograr apaciguar el nerviosismo con que había despertado. Sin más tiempo para cavilaciones y cuitas, estaba frente a frente a Isabel II, vestida de verde limón, sonriente y como si el embajador caribeño, nacido en un villorrio cibaeño en cuya escuela pública se alfabetizó, fuese un viejo amigo. Si alguien sabía cómo me sentía era Su Majestad, acostumbrada a una ceremonia que siempre disfrutaba no obstante haberla repetido más de un millar de veces antes de ese verano.
Obviamente la monarca estaba al día de cuanto ocurría en la República Dominicana. Minutos antes de cada presentación de credenciales, su secretario particular le informaba de cualquier acontecimiento reciente en el país de origen del embajador. Sin contar el estudio previo del curriculum del diplomático, la historia y estado presente de su nación. Para distender aún más la ocasión, Isabel II me preguntó si ya tenía casa, escuela para mis hijas y dónde. Le repuse que viviría en Totteridge, un barrio residencial en el norte de Londres, y que Carla y Eleni irían al Royal School, en Hampstead. “Very nice”, me respondió; luego del traslado del saludo del presidente Leonel Fernández, comentó elogiosamente el desarrollo y desempeño económicos de la República Dominicana y me hizo algunas preguntas sobre el turismo. Una de mis sorpresas sobrevino con el conocimiento de la reina sobre las playas dominicanas y la calidad de las mismas. Me habló de la diferencia entre las arenas de las zonas oriental y meridional del país, y cómo el contenido mineral alteraba el color y hacía que unas fuesen más calientes que las otras. Intuí después que Isabel II esperaba el momento adecuado para esta pregunta, cuando ya estaba más relajado: “¿Y cómo es que de ser un periodista exitoso haya pasado a ser un diplomático?” Era mi primer destino, nunca había soñado ni remotamente con ser embajador o un diplomático de carrera. Aplicaba, sin embargo, la frase atribuida al expresidente costarricense don Pepe Figueres: “En mi país, ni los caballos son de carrera”.
El acento elegante de Isabel II en su inglés impecable del que captaba cada sílaba no ocultaba una curiosidad genuina, solo que yo no atinaba a saber el porqué en los escasos segundos en que hilé mi respuesta: “Hay mucha similitud entre un periodista y un diplomático, señora. Ambos deben ser buenos observadores, analistas, manejar el idioma con capacidad para escribir buenos informes y, sobre todo, ser discretos”. Eran días en que los tabloides británicos se daban banquete con uno de los escándalos ciertos o inventados sobre la realeza.
La respuesta de Isabel II no pudo ser más reveladora: una estruendosa carcajada y un desvelado humor negro o cinismo en un “¿Discretos los periodistas?” continuado con risas que debieron estremecer los cimientos del Palacio de Buckingham. “Se supone que los periodistas sean discretos si en verdad son profesionales”, repuse mientras desaparecían los colores del rostro real que habían acudido en tropel rojo con la risotada estentórea.
Me habían advertido que tocaba a la soberana dar por terminada la entrevista, que haría una señal imperceptible para que su edecán se acercara y diera paso a la entrada de la esposa del embajador, para la que regía otro protocolo y la “sugerencia” de que no vistiera ropa oscura porque el negro disgustaba a Isabel II.
Cuando salí del salón de Estado donde se celebran las credenciales en el Londres real noté que las caras del personal de protocolo y asistencia de la soberana me miraban con sorpresa. Alguien me deslizó al oído que nunca habían oído reír a Isabel II con tantas ganas, mientras caminábamos hacia el patio interior donde aguardaba el cortejo para devolverme a Canning House, sede del foro sobre América Latina en Londres, y donde ofrecería el tradicional vin d´ honneur con que el nuevo embajador celebra el inicio formal de sus tareas diplomáticas luego de la presentación de credenciales.
Relajado, miraba a la multitud congregada en las afueras del Palacio de Buckingham de la que en otra época también fui parte como un turista más en el Londres que sigo amando desde el primer día que lo conocí, hace casi medio siglo. Muchos nos fotografiaban, probablemente sin saber de qué país era embajador. Una voz que aún es anónima se levantó y se impuso sobre el ruido humano: “¡Pero si es Aníbal! ¡Qué viva la República Dominicana!”
Por Aníbal de Castro
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