De Maquiavelo a los príncipes dominicanos

Por Pedro Conde Sturla


Ya se vio con detenimiento, en una pasada entrega (El príncipe de Maquiavelo), cómo el famoso florentino alertaba magistralmente al príncipe sobre el peligro de las virtudes para el buen manejo de la cosa pública: “Nadie deja de comprender cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas.

“No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil.

Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario.

Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión.

Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal.

Por todo esto un príncipe debe tener muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no esté empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oírlo, parezca la clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta última.”

La ética de Maquiavelo, según aparece resumida en un texto de autor no identificado es la siguiente:
“1. Un príncipe debe manipular las situaciones que se le presentan, utilizando cualquier recurso, hasta conseguir lo que desea: ‘El que consigue el poder es el Príncipe, los que consiguen el orden y la paz son los súbditos’.

2. El gobernante debe de ser astuto, intuitivo, debe tener la habilidad de adaptarse según le convenga y la sagacidad para sortear obstáculos.
3. No debe poseer virtudes, sino simularlas.

4. Debe ser amoral y la indiferencia entre lo bueno y lo malo debe estar por sobre todas las cosas”.

Por lo que puede verse, Maquiavelo parece haber escrito su obra para todos los príncipes dominicanos, o mejor dicho, todos los príncipes dominicanos, con Balaguer a la cabeza y todos los balagueritos que lo han sucedido, han estado reescribiendo a su modo, una y otra vez, la obra de Maquiavelo, incluso sin haberla leído en algunos casos.

Ciertamente, ningún príncipe del patio -incluso ningún principito- tiene virtudes conocidas, pero sabe fingirlas a carta cabal, es diestro en la simulación de virtudes, aunque sólo sea un virtuoso en malas artes. Sabe fingir, entre otras, la virtud de la integridad (aunque esté desintegrado por dentro), la virtud de la entereza moral, de la honestidad a toda prueba. Sabe, fingir, sobre todo si es príncipe eclesiástico, la virtud de la santidad, la virtud de la virtud.

Sabe fingir que la palabra empeñada vale lo mismo que un pelo del bigote en otra época. Sabe fingir que es hombre de palabra y es solamente hombre de palabra, sólo de palabra.

Puede incluso empeñar su palabra pero solamente su palabra, nunca cumplir su palabra porque la verdadera naturaleza del príncipe es el cinismo, la hipocresía que disimulan sus fingidas virtudes, el escudo que lo protege del peligro de las virtudes en el manejo de la cosa pública, de la res pública:
Así, el príncipe Joaquín Amparo Balaguer Ricardo, el Padre de la Corrupción y verdugo de los constitucionalistas, cacareaba con toda la fuerza de su virtuosísimo descaro que la corrupción sólo se detenía ante la puerta de su despacho.

Otro descarado, un infeliz al que le fallaron todos los cálculos, llegó al poder, a la indigna dignidad del príncipe, con la campaña de “las manos limpias” que se convirtieron en manos sucias, provocó de entrada el suicidio del mandatario saliente, su “compañero” de partido, ahogó en sangre una manifestación de protesta multitudinaria y propició el retorno de Balaguer en olor de santidad, traicionando al candidato de su propia parcela política. Balaguer le devolvió el favor sometiéndolo a un suplicio político en el que se valió de los buenos servicios del quinto padre de la patria, un personaje que es dechado de virtudes en el más estricto sentido maquiavélico.

Un iletrado nefasto, que habla más rápido de lo que piensa porque piensa poco y piensa mal, llegó al poder poniendo como garantía para remediar lo irremediable el hecho de que era hombre de palabra, repitiendo una y mil veces que era hombre de palabra que enfrentaría la corrupción, y ciertamente era hombre de palabra, solo de palabra, la palabra que nunca cumplió en el ejercicio de un desgobierno que desguabinó al país por los cuatros costados, con la ayuda de un economista que también es un personaje maquiavélico. Un maquiavelito de renombre que no tiene bandera, la quinta esencia del oportunismo.

Otro príncipe que es la pura encarnación del cinismo, la simulación y el descaro, llegó al poder enarbolando (¡otra vez!) la lucha contra la corrupción, y luchó en realidad virtuosamente, luchó con todos los medios, hizo de tripas corazón, luchó en todos los frentes, luchó valientemente en compañía de sus fieles denodados, pero luchó al lado, a favor, no en contra de la corrupción, como si fuera un simple problema de semántica. Y dejó el país cambiado.

La capital convertida en un Nueva York chiquito que se ve magnífica desde un helicóptero. Su hazaña no ha sido bien ponderada. Hay un antes y después de este príncipe.
Los príncipes que lo antecedieron y la cáfila política que los rodeaba erosionaban gravemente el patrimonio público del país, pero el último príncipe y su cáfila política se cogieron el país entero.

El príncipe que lo ha sucedido dio un discurso vibrante durante la toma de posesión. Hizo gala de todas las virtudes que según Maquiavelo debe fingir un príncipe. Castigó, sobre todo la corrupción, amenazó con perseguirla sin tregua por el simple rumor público, como manda la ley.

Empeñó su palabra en la lucha contra la corrupción, pero solamente la palabra. Poco tiempo después confirmó en sus cargos a muchos de los principales corruptos del gobierno de su antecesor, y dio plenos poderes al mencionado quinto padre de la patria, dechado de virtudes maquiavélicas al servicio de los mejores intereses de la nación, para combatir la corrupción con tanto éxito y denuedo como ha hecho en el pasado reciente.
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Editor Gazcue es Arte

Master en Educación Superior mención Docencia, Licenciado en Comunicación Social, Técnico Superior en Bibliotecología y Diplomado en Ciencias Políticas, Columnista del periodico El Nuevo Diario

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