Hijos del bolero

Otro almanaque más y afluyen los recuerdos acompasados por música a la que apelamos para divertirnos, llenar brechas de afectos o simplemente enriquecer los días de asueto que acompañan la temporada navideña.

Volvemos al bolero, encandilados por su magia que resucita épocas, artistas, autorías, nostalgias personales. Salvedad hecha, cualquier temporada vale para una aproximación a la verdad de un género que encapsula como ningún otro aspectos trascendentes de nuestra cultura y la de pueblos hermanados en idiomas de raíz común, templados todos por un ritmo que ha balanceado al unísono a Iberoamérica. Desde los cuatro puntos cardinales de la geografía que se expresa en las lenguas de Cervantes y Camões nos ha llegado la misma música en diferentes versiones. El bolero nos acercó en la manera de enamorarnos, de expresar desconsuelos, congojas y alegrías, pero sobre todo en la comunicación de emociones y un romance que no se ha agotado en el tiempo.

Para la generación —años más, años menos— que creció cuando la intensidad del bolero abrasaba tanto como el sol en cuyo trayecto geográficamente nos interponemos, esas viejas melodías son un bálsamo con frescor de presente y acopio de experiencias. Más que nada, un inventario de recuerdos, una introducción a un mundo en cuya puerta de entrada dejamos la ingenuidad como pago, o quizás contribución adelantada para acceder a nuestra naturaleza.

La evocación de esas letras y notas musicales transita por nuestra historia colectiva y personal. Es ahí por donde la nostalgia se cuela a raudales y provoca sabores agridulces que por su complejidad confunden el paladar. Como losa, la distancia que en el presente nos separa de esos momentos estelares en que nos aproximábamos a la adultez. Como bálsamo, la sentencia de Friedrich Nietzsche: “Ningún poder de la tierra podrá arrancarte lo que has vivido”·

En mis ojos bisoños, la madre nutricia del género era Cuba. Desde allí viajaba el bolero en emisiones radiofónicas en directo con los artistas más connotados. Alimentaban la tendencia las emisoras dominicanas y la producción discográfica, factores de una modernidad que la dictadura retardaba.

Teníamos nuestros boleristas, algunos con méritos bien ganados en La Habana y México, otra meca musical donde despegaban o se apagaban artistas en ciernes. En casa, sin embargo, Alfredo Sadel, Olga Guillot, Lucho Gatica, Bobby Capó, Agustín Lara y Benny Moré eran los convidados habituales. Luego, cuando los radios de transistores se popularizaron entrada ya la década de los años sesenta, se añadieron otros nombres nacionales, como Camboy Estévez, Aníbal de Peña y Niní Cáffaro, a los archiconocidos Lope Balaguer, Alberto Beltrán y Rafael Colón.

Verse reflejado y participar en el tinglado de emociones y sentimientos que es la lírica de los boleros requiere madurez. Género musical para adultos, no da cabida a la inocencia. Los enamoramientos de entonces se aliviaban con las letras como mensajero de intenciones o descripción de los incendios consumidos en pareja. La intimidad se da por descontada; en la manera de bailarlo hay una aproximación de cuerpos y voluntades, y una dispensa de movimientos que potencia los aires de romance y libido ya presentes en las letras y en la música. La invitación a bailar un bolero en esos años de aprendizaje de la vida era un contrabando no bien oculto de deseos, una formulación rítmica y elegante de tener Algo contigo.

En la sutileza de las estrofas, algunas de alta poesía, yace parte de las razones por la cuales el bolero ha perdurado y devenido repertorio obligado de artistas a quienes se les veía como iconos de juventud.

Hay la tesis de que la globalización y el consumismo han debilitado las culturas e introducido la banalización como engranaje de una correa de transmisión que a todos nos une. Puede que haya algo de cierto en la tesis del sociólogo polaco Zygmunt Bauman cuando habla de la “sociedad líquida” y de la inhabilidad creciente de los individuos para relacionarse con lo que es trascendente y los valores establecidos.

El bolero tiene hijos de varias generaciones y una resiliencia probada. Gana y mantiene adeptos. Figuras destacadas del pop, la salsa o el merengue apuestan por esa pasión musical con producciones muy bien logradas, arreglos excelentes y orquestaciones que la revolución digital eleva a lo sublime. E igualmente, la tecnología ha permitido rescatar joyas que se creían perdidas o mejorar la calidad de grabaciones anteriores gracias a la remasterización. El mensaje de Cartas amarillas, de la autoría del gigantesco Juan Carlos Calderón, se lee y oye mejor en la voz de Nino Bravo hermoseada por los procedimientos digitales. Calificación superior merece otra creación del cántabro también renovada en los estudios, Eres tú, a cargo de Mocedades.

Sabor a mí, de Álvaro Carrillo, encarna perfectamente la substancia del bolero. La nostalgia se apunta al goce del amor cumplido en una versión de esperanza y resignación. La espoleta del desamor queda desarmada por la certeza de ese “tanto tiempo” de querer compartido. El resumen es de complejidad y paradoja, un continuo del cual es imposible excluir el sello indeleble del “sabor a mí”.

Al bolero se llegaba por la radio y los discos de 45 y 78 revoluciones por minuto, además de los de larga duración LP, por long playing). No sé cuándo arribó el tocadiscos a nuestro hogar, en forma de mueble de madera preciosa que dejaba ver el dial de la radio y en cuya parte superior reposaba el aparato donde el vinilo revelaba su secreto. Consola le llamábamos, artilugio que permitía colocar varios elepés o discos de 45 y 78 revoluciones por minuto que se reproducían de forma automática. Así, las sesiones musicales podían alargarse un par de horas al menos. Para despolvarlos, un pedazo de terciopelo rojo adherido a un pequeño redondel de madera y esponja con la fotografía de Bobby Capó en blanco y negro, cortesía el limpiador de la RCA Víctor.

Otra es la historia, y hasta el CD pasa por innecesario. Bastan el móvil, la tableta o una cuenta virtual como Spotify, Apple Music, Amazon Music, Pandora o YouTube, y el formato digital conocido como MP3 nos pone en segundos en contacto con un catálogo inacabable de música.

La tecnología ha devuelto sin traumas la herencia del bolero a nosotros, sus hijos. Nuestros títulos y cantantes favoritos reaparecen en versión mejorada en la rendición de las voces originales que despertaron tantos amores, enardecieron multitudes y atestiguaron sin saberlo momentos de felicidad inscritos permanentemente en crónicas inéditas de experiencias personales.

Nos internamos a voluntad en los terrenos de una lírica que toca las sensibilidades más diversas, al margen de condiciones sociales y presupuestos teóricos. El bolero se ha escuchado, bailado y aprehendido en salones de lujo, establecimientos de solera, bares de mala muerte, casas ostentosas o en ranchos. Ya decía que ha mecido a toda Iberoamérica al mismo ritmo de balada.

Los artistas no se acostumbran al olvido. La savia les viene de la reverencia popular, de la atención inconmovible de seguidores atinadamente denominados fanáticos. Sin el favor del público desfallecen y cuanto esfuerzo hagan por recuperarlo será siempre válido. Tampoco nosotros, renuentes a la derrota por la decadencia biológica y la edad que no perdonan.

El bolero se escucha, se disfruta y se vive. Se resiste al olvido y siempre será un doble eficiente del romance. Es ritmo y sentimiento, un inventario de remembranzas. Vivir como en un bolero, con el corazón acelerado por la presión de la pareja, es toda una fiesta navideña.


Por Aníbal de Castro
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Editor Gazcue es Arte

Master en Educación Superior mención Docencia, Licenciado en Comunicación Social, Técnico Superior en Bibliotecología y Diplomado en Ciencias Políticas, Columnista del periodico El Nuevo Diario

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